Ya está listo. Mi padre está envasado en su envoltorio biodegradable y depositado en la tierra, listo para ser consumido por el tiempo. El coche fúnebre se aleja del cementerio y mi madre mira al infinito, un infinito que parece mucho más finito hoy. Entorna los ojos en un gesto meditabundo, los abre de nuevo tras unos segundos y me mira, a punto de decir algo profundo y trascendental.
La relación de mi madre con lo fúnebre se remonta al tiempo anterior a su nacimiento. Todos nos relacionamos con la quietud inánime desde el mismísimo vientre materno, somos creados a partir de átomos que horas antes formaban parte de cadáveres: el cadáver de una lechuga bien aliñada, un pollo debidamente descuartizado y hecho a la plancha, un tomate arrancado de la mata. Los organismos vivos reciclan la muerte para formarse a sí mismos y crear nuevas vidas. Está claro que Dios es un cínico poeta. Mi madre es un tanto cínica también.
En su infancia, mi madre entraba en las casas ajenas cuando había un funeral. Siempre le atrajo la muerte y, en los pequeños pueblos rurales sesenta años atrás, el mismo hogar del difunto era el escenario del velatorio, y todos los vecinos y familiares exentos de rencillas eran bienvenidos. Mientras la mayoría de las niñas jugaban al piso o saltaban a la comba, mi madre entraba en los funerales. Incluso tocó a algún muerto alguna vez para saciar su curiosidad.
Y mi madre no se conformó con ser espectadora de la muerte, también fue su agente. Cuando era niña, alimentó a unos pollitos con masa de bizcocho, lo cual les provocó una intensa diarrea, dejándolos inservibles. Tuvo que sacrificarlos y eligió un procedimiento atroz: los estrelló contra la pared uno a uno. ¿Cómo será un pollito con diarrea estampándose contra la pared?
Y el negro historial de mi madre con los animales no acaba ahí. En su adultez acabó con la vida de dos hámsteres que yo tenía, harta de tener que hacerse cargo de ellos cuando debía hacerlo yo. Mi hermano mayor acababa de darse un baño y ella le pidió que no vaciara la bañera todavía. Sumergió la jaula en el agua turbia con los animales dentro. Imagino sus últimos segundos, abriendo sus pequeñas bocas desesperados por alcanzar el aire que ya no iban a saborear más.
No todos los pasajes de esta historia son tan funestos. Un día fuimos al cementerio de Cerdanyola para ver y limpiar la tumba de mi abuelo. “Es en este pasillo, el cuarto bloque”, dijo convencida. “No, espera, este no es, ¿dónde está mi padre? Era aquí. No, espera, el otro, el otro”. Tras cuarenta y cinco minutos dando vueltas por el cementerio hasta reírnos de nosotros mismos, por fin encontramos la lápida.
Mi madre cuidó de mi padre durante siete años mientras él se iba poco a poco. Una pluripatología lo consumió físicamente y también mentalmente hasta que a duras penas sabía quiénes éramos sus hijos, pero de mi madre nunca se olvidó. Es curioso ver cómo una vida se apaga tan lentamente: está saliendo del mundo, pero no sabes cuándo acabará de cerrar la puerta tras él. El duelo se entremezcla con la simple espera.
Pero la espera ha terminado. El coche fúnebre se aleja del cementerio una de tantas veces como parte de su rutina negra. Mi madre abre la boca por fin y recoge el aliento necesario para emitir sus palabras. Años de amor y sufrimiento concentrados en una sola frase. Una ligera sonrisa se asoma por sus ojos mientras dice: Ya está listo.