El siglo XIX fue un siglo de grandes cambios, tanto en el ámbito político como en el tecnológico y científico. La separación de la física en dos ramas, una centrada en los problemas prácticos y una nueva “física teórica”, es síntoma de que la abstracción estaba cada vez más patente en la ciencia, una disciplina que crecía en popularidad y se convertía en sello de legitimidad.
Surgían asociaciones científicas, como la Geological Society o la Chemical Society, y se ofrecían conferencias tanto a las élites intelectuales como a las clases trabajadoras. Aumentó considerablemente la confianza que se tenía en el conocimiento experimental y teorías basadas en “lo material”, como la teoría de la evolución o la teoría termodinámica, empezaban a convertir el siglo XIX en la era científica, de hecho, el término “científico” apareció en este mismo siglo.
La Revolución Industrial de finales del siglo XVIII y principios del XIX trajo consigo el nuevo modelo de fábrica en el que los trabajadores son tratados como una parte más de la maquinaria, la alienación de los trabajadores, expuesta por el filósofo y economista Karl Marx (1818-1883), y más que presente en las actuales sociedades industrializadas.
El proletario vende su “fuerza de trabajo” al empresario; de esta manera, el proletario recibe un sueldo con el que cubre sus necesidades básicas, convirtiéndose en una herramienta en manos del empresario, a cambio de un sueldo limitado. El empresario, por su parte, obtiene mucho más que un sueldo básico al utilizar a los obreros. Además, los avances tecnológicos de la Revolución Industrial representaban un mayor beneficio para el empresario, pero al proletario podían hacerle perder su empleo al ser sustituido por una máquina; el odio hacia las máquinas desembocó en el ludismo.
Sin embargo, el desarrollo de nuevas tecnologías en el siglo XIX no solo trajo consigo inconvenientes, también fue una herramienta necesaria para el desarrollo de nuevas teorías científicas que revolucionarían la ciencia de ese mismo siglo. A su vez, dichos avances científicos propulsaron el avance de la tecnología, produciéndose una “retroalimentación” entre ambas disciplinas.
En el siglo XIX encontramos diversos ejemplos de cómo las teorías científicas impulsan el avance de la tecnología. Los usuarios del telégrafo tienen mucho que agradecerle a Michael Faraday (1791-1867) y su unión de magnetismo y electricidad en lo que hoy conocemos como electromagnetismo. Lo mismo ocurre con la máquina de vapor, que hubiera sido impensable sin la teoría termodinámica de Sadi Carnot (1796-1832).
También ocurre a la inversa: en ocasiones es la tecnología la que impulsa el conocimiento científico. La notable revolución bacteriológica del siglo XIX, por ejemplo, deriva de un invento que supuso un gran avance en la tecnología, así como un gran cambio en nuestra visión del mundo: el microscopio.


La simbiosis entre ciencia y tecnología no es la única destacable en el siglo XIX, también se dio una simbiosis entre tecnología y poder: el desarrollo tecnológico impulsaba el de los gobiernos y viceversa. La cada vez mayor cercanía de la ciencia al público hizo que ésta se viera como una panacea, sin embargo, el interés de los gobiernos se sobrepuso al de la población.
Los gobiernos centralizados de Francia y Alemania financiaban los gastos derivados del desarrollo tecnológico, clave del comercio y el poder en Europa. Con la comunicación telegráfica, por ejemplo, se conseguía una mayor eficiencia en el control de las colonias; el imperio británico llevó esto al extremo con la All-Red Line, una red telegráfica que daba la vuelta al globo.
También la máquina de vapor fue imprescindible para el crecimiento económico de los países, que podían comerciar a través de grandes distancias con mayor rapidez. Esta simbiosis entre el ámbito económico-político y el ámbito científico-tecnológico hizo que en el siglo XIX la ciencia se convirtiera en fuente de orgullo nacional y de riqueza para la industria privada.
Alimentada por el poder, la nueva ciencia creció hasta hacer evidente qué puede ocurrir cuando cae en malas manos, pero también trajo consigo nuevas soluciones a antiguos problemas, salvándose muchas vidas en el proceso: todo lo que cae en manos humanas, incluida la ciencia, se convierte en un arma de doble filo.
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